Más de cincuenta años después de la aparición del Gran Taxi Amarillo, la normativa es mucho más estricta por la sencilla razón de que sabemos mucho más. Casi desde que los científicos se dedican a intentar aumentar el rendimiento de los cultivos, los productos han sido sustituidos, retirados o, en algunos casos, prohibidos para dar paso a alternativas nuevas, mejores y, esperemos, más respetuosas con el medio ambiente. Así es el progreso, y cuanto más sabemos, más hay que investigar.
Como ejemplo, en 2018 la Unión Europea (con el apoyo del Reino Unido) prohibió la mayoría de los usos de los neonicotinoides, citando pruebas científicas de que estaba haciendo un daño duradero a las poblaciones de insectos, especialmente a las abejas.
A principios de enero de 2021, el Gobierno británico revocó esa decisión, alegando una amenaza específica del virus Yellows para la cosecha de remolacha azucarera de verano.
Sin embargo, a principios de marzo la decisión se revirtió de nuevo, ya que un invierno inusualmente frío mató a la mayoría de los pulgones productores del virus antes de que las plántulas de remolacha azucarera pudieran infectarse.
Por sí solo, no es más que un hecho aislado. Una cadena de acontecimientos como esta -reaccionar a las necesidades locales- ocurre regularmente en muchos países.
Pero la suma es el hecho de que la cantidad de sustancias químicas potencialmente nocivas o incluso prohibidas en el suelo sigue aumentando. A medida que se introducen en todo el mundo normativas más estrictas sobre algunas de estas sustancias químicas heredadas, muchos más compuestos orgánicos potencialmente nocivos se enfrentan a prohibiciones y, con el tiempo, podrían tener que ser eliminados de las aguas subterráneas.